Espacio, Piel y Memoria

16.04.2008 21:17

Yo crecí en el barrio Santa Maria ubicado al sur de la ciudad de Medellín. Este sector estaba dividido por tan sólo dos avenidas: la carretera vieja por donde actualmente  bajan los carros y la carrera 52 que era en la cual estaba ubicada mi primera casa. Aquella vivienda era algo grande, tenía un solar  y un gran garaje en donde mamá tenia su almacén de variedades llamado “La Gran Avenida”. El barrio era relativamente tranquilo, aún se veían muchos gitanos caminando por las mismas calles, iban a las mismas tiendas, visitaban las mismas heladerías y los niños asistían a las mismas escuelas de los habitantes no gitanos del lugar. Crecí viendo mujeres vestidas de maneras algo raras por lo que siempre  me parecía que andaban disfrazadas, ya que vestían faldas largas y con estampados algo extravagantes, coloridos y raros; llevaban pañoletas en la cabeza, cabello extenso, aretes largos, siempre maquilladas, con labios rojos y muchas con algún lunar preponderante en el rostro. Los hombres por su parte, parecían llaneros solitarios. Siempre vestían con botas, sombreros alados,  peinados como los de Elvis Presly, ya que en aquel tiempo preponderaba el peinado en “mota”, con patillas largas y cadenas de oro en el pecho. Vivian en grandes carpas, pero a mi no me tocó ver alguna de ellas, por que hasta 1970 el municipio las hizo quitar y comenzaron a comprar y a construir casas. Aquellas casas eran grandes y siempre que uno caminaba por las calles veía las puertas abiertas y podía distinguirse que no tenían ninguna división interior de espacios, tan sólo livianas cortinas separaban dos áreas dándose la sensación al entrar a una de ellas de lo que era antes una carpa. Siempre vivía más de una familia en una sola casa, en el suelo habían esterillas y colchones tirados y los niños jugando en lo que hoy denominamos “la sala” por que en ese espacio no colocaban nada.

Santa Maria fue  levantándose gracias a la construcción de casas y edificios de tres o cuatro pisos y también por la  cantidad de negocios comerciales, comenzando primero con la construcción del Centro Nacional de Confección y Moda.  Siempre ha habido dos parroquias, la del Carmelo y la de Nuestra Señora Madre de la Iglesia. A esta última asistían las personas de los barrios aledaños como el Guayabo o los Gómez, gente de mal aspecto y de clase social baja, mientras que al Carmelo asistían los que habitaban el barrio y era el lugar de recogimiento y al que mis padres me llevaban cada domingo. Esa era la costumbre, por eso los adultos se sentaban en las bancas cafés y largas, mientras nosotros los niños permanecíamos inquietos en las escalas que subían hacia aquella mesa de mármol en la que el sacerdote coloca la Biblia y predica la palabra de Dios. Esa era una hora sin entender lo que hablaba el  párroco, anhelando hacer fila para probar la comunión y mirando a todas partes mientras esperaba la salida para que mamá me comprara mango, crispetas, helado o empanadas. En la Semana Santa por ejemplo, se podía ver cual cantidad de gente habitaba el barrio al igual que en la navidad, porque era la época en la que las familias acostumbraban salir a recorrer las calles, o a compartir son sus vecinos, a encender las velas, a chamuscar el marrano, revolver la natilla en las mismas pailas que los gitanos martillaban y moldeaban durante el año, mientras yo junto con mis dos hermanos nos conformábamos con vender paquetes de velas, o pares de maracas, o casas para los pesebres en una caja de cartón que mi padre ponía afuera del almacén. Todo el mundo era sencillo, los niños estrenaban las fechas especiales, vivian de sueños y creían en que el niño Jesús era un ángel que traería regalos el 24 de diciembre. Otra de las costumbres es el 31 de octubre, día de “Halloween” en el que siempre se cierra la avenida 52 y a las ocho de la noche sale una Banda Marcial con todos sus interpretes disfrazados y la gente detrás o pidiendo confites en los lugares comerciales.

Los gitanos influenciaron en gran parte mi niñez, ya que al igual que yo todos mis amigos de la infancia les teníamos miedo por lo que nos decían nuestros padres cuando hacíamos travesuras “si te sigues portando mal te dejo en la calle para que te lleven los gitanos”. Pasó el tiempo y todo cambio, yo entré a la escuela, mi madre trasladó el negocio para otro lugar y le colocó otro nombre “Zarabanda”, nombre que provenía de una telenovela de aquel tiempo en la que preponderaba el baile sensual. Nosotros nos cambiamos de casa para la carretera vieja, mi padre cambio de trabajo y yo comencé a entender mi barrio. Recuerdo que cuando mamá me llevaba a la escuela a veces nos salía al paso una gitana diciendo que leería la mano y que le diría la buenaventura por dinero o por oro.  Los gitanos se fueron extienguiedo y las heladerías fueron surgiendo. La avenida 52 se fue comercializando y era la que preferían los novios los fines de semana cuando salían a divertirse.

Yo comencé la primaria en un colegio de monjas mientras mis hermanos estaban en el bachillerato en el premier colegio que existió en Itaguí y del cual mi madre es egresada. Años mas tarde, en el 1997, me trasladaron para aquel  liceo. El Enrique Vélez Escobar. Allí conocí muchos compañeros, me enamoré por primera vez y encontré a mi mejor amiga. Era sexto grado y comienzo del año, pero yo entré tres días después. Cuando pise el aula de clase todos los compañeros estaban mirándome, escuchándome mientras me presentaba y yo esperando hacerme con alguien para un trabajo. En ese instante, fue cuando conocí a Edgar Suárez quien me propuso formar pareja junto con él. Fuimos un equipo de trabajo muy bueno, él era muy inteligente y era merecedor de toda mi admiración, por ello me empecé a enamorar; no por su físico, sino por su manera de hablar y por ser tan interesante. Yo nunca le dije lo que sentía. Cuando cumplí mis 15 años lo invite a mi fiesta, baile con él el vals y lo tengo de recuerdo en mis fotografías, tan sólo de recuerdo por que nunca se enteró de boca mía que yo lo amaba, pero si lo sabía. Aparte de mi primer amor, encontré a mi mejor amiga. Ella se llama Rosana Londoño, en aquel tiempo era una niña con acento costeño recién llegada del Copei, un pueblo que queda en la costa. Fue la primera persona con la que cruce conversación mientras hacia la fila para la matricula, con la que tuve mis peores peleas, con la que llore, y con la que viví todas mis épocas y que actualmente seguimos hablando, seguimos siendo las mejores de las amigas aunque ella viva en Santa Marta y yo aquí, en Medellín. Seguí creciendo y pase por etapas de la moda. Mientras en 1999 “Salserín” estaba en todo su furor en los jóvenes, yo me moría por “Torbellino”, un grupo de jóvenes cantantes peruanos que tenían una telenovela. Mas tarde me dio por lo alternativo y comencé a vestirme de negro, con tenis rojos y collares de semillas, iba al Parque Obrero de Itaguí a sentarme en el suelo a tomar Cherry, a conversar y a escuchar a mis amigos que tocaban la guitarra. Así esperábamos los primeros sábados de cada mes para ir al San Alejo, en el parque Bolívar, a encontrarnos con nuestros amigos perdidos o con los conocidos.  Estando ya en grado noveno fue que comprendí lo que eran las rumbas. En este año la mayoría de niñas cumplíamos los 15 e invitaban a todos a la fiesta, por ahí comencé a conocer el licor, las calles a las 2 de la madrugada, el baile, la música de moda y lo que mas tarde se convertiría en una rutina de fin de semana con los compañeros de 11°…

 

Catalina Zapata

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